El taller era amplio, pero estaba repleto de cosas. Estaba
desordenado pero de alguna manera ese caos seguía una lógica extraña, de una
constante curiosidad no resuelta.
El que era en esos momentos el último de los hombres conocía
perfectamente cada recodo del taller. Se pasaba los días enteros observando
impasible todos sus detalles. Aquella maldita máquina le había arrancado los
párpados por lo que no tenía otra opción que entretenerse en cada milímetro de
chatarra, en cada parte troceada de algún otro, en cada una de las cucarachas
que correteaban por la estancia.
Las negras hijas de puta estaban criando en sus intestinos. Las
notaba acomodarse placidamente en sus entrañas, roer ligera pero constantemente
su carne.
La maldita máquina se había llevado todo su cuerpo de cintura
para abajo pero de alguna forma había preservado su vida. Con tubos y más
chatarra, cachivaches que violaban lo inviolable y aquella pasta preservadora.
Se la había extendido por la piel y por dentro. No se infectaba pese a tener
todo al aire. No sangraba, no necesitaba comer.
La pasta mitigaba el dolor pero no lo eliminaba. Siempre se
encontraba al borde del desmayo. Cada vez que la máquina cortaba un pedazo
vivía un infierno, pero la maldita pasta de taxidermista le impedía morir.
No podía concentrarse para recordar el pasado. Psicólogo de
temprana pero exitosa carrera. Con la primera pierna había intentado razonar
con la máquina.
-
¡Háblame
por favor! – le había espetado - ¿Por qué me haces esto? Anula tu operativa.
Soy un hombre, te lo ordeno. Sigue las directivas.
Pero la máquina serraba y callaba.
De apariencia humanoide, era un revoltijo deforme y oscuro de
circuitos. El rey de las malditas cucarachas pero de metal. Dos bombillitas
rojas como ojos en una niebla de oxido.
Todos los días cortaba un poco, lo diseccionaba, lo estudiaba.
De vez en cuando, “por navidad”, le volvía a reinsertar lo cortado, colocando
mal lo sustraído. Aplicaba un poco de pasta y se paraba a esperar la reacción
en el hombre. Reacción que no llegaba. La máquina, que entonces parecía
decepcionada, arrancaba el objeto de su experimento y el hombre podía
despedirse. Adiós pierna, adiós oreja, adiós costilla…
Con la segunda pierna Freud no lo habría hecho mejor.
-
¡Maldito
hijo de puta! ¡Máquina desgraciada! – se desgarró la garganta en un bramido de
dolor- ¡Para por Dios! ¡Para! ¡Me estás matando cabrón!
Para el hombre aquella máquina era “él”, aplicando género a la
crueldad.
-
¡Mírame
cabrón!
¿Por qué no había pedido auxilio? Ahora lo recordaba. Sabía que
nadie iría a socorrerle. Todos estaban muertos.
Sí, el también lo había estado. Tenía medio recuerdo de su mujer
enferma en la cama y el tropezando con el plato de sopa en medio del pasillo.
Sin fuerzas para levantarse, muerto entre fideos y porcelana.
Y luego suplicando por sus órganos. Paralizado y preservado. Era
la cabeza de ciervo en el salón de las cucarachas.
La máquina taxidermista iba y venía. Traía más chismes, traía
trozos de otras personas. Le cosía partes de otros hombres, de mujeres, de animales.
Soltaba un sonido de desaprobación con cada fracaso, con cada parte flácida que
no cuadraba.
-
¡Retrasado!
¡Cómo demonios crees que voy a mover un brazo que no es el mío!
Pero la máquina no respondía. El hombre se dio cuenta de que era
porque no podía el día que le abrió la garganta para estudiar sus cuerdas
vocales. El taxidermista parecía emocionado con ese nuevo descubrimiento.
Para variar aquella vez no extirpó nada, como adivinando que acallaría
para siempre la voz del hombre. Por el contrario, la máquina salio a recolectar
los pliegues de otros.
Entonces la máquina experimentó en si mismo. Introducía trozos
de laringe en su cuello. Hacía inexpertos ajustes e intentaba simples gorgoteos.
-¡Intentas hablar! ¿Eh, cabrón? Tienes la necesidad de hablar
como nosotros los hombres. –todo profesional que se precie debe saber reconocer
una obsesión, aún en las peores condiciones - ¿Quieres ser humano, gilipollas?
El hombre se hubiera puesto a reír ante lo irónico de aquella
situación. Sin embargo empezó a llorar desconsoladamente. Porque comprendió que
aquella máquina nunca entendería una palabra. Por alguna razón aquel compuesto
de circuitos se había olvidado de todas las directivas que protegían la
integridad humana de cualquier daño.
El último psicólogo no podía imaginarse que aquella máquina era
un robot de segunda generación. Máquinas que construyen máquinas para funciones
secundarias. No tenía directivas de ese tipo.
La gran pena llamó la atención del taxidermista. Con gran
rapidez unas manos de metal oxidado se aferraron a la cabeza del hombre. Un
temblor recorre a la máquina, debatiéndose entre extraer aquellas preciosas y
húmedas esferas o dejarlas derramar indefinidamente.
Los párpados sin embargo parecen no tener utilidad.
-
¡Mierda!
Vuelta al presente. El taxidermista lleva días sin aparecer. En
todo ese tiempo la pasta resiste. El hombre vive milagrosamente, entre un dolor
a dos pasos del umbral y las cucarachas que colocan sus huevos en lo poco que
queda de su intestino grueso.
El hombre ha intentado suicidarse en no contadas ocasiones. Pero
está paralizado y yace colgado en el medio del taller. Su único consuelo es
esperar que el taxidermista corte por fin un poco del cerebro. Que lo
desconecte. Pero el muy mamón parece saber que partes son vitales para
mantenerle despierto. Como si desease un espectador de su obra. Salvo que el
espectador es el actor de la propia performance.
-
¡Ah,
ya has vuelto! ¿Qué llevas ahí? Menuda colección traes. Por mucho que te pongas
cabezas de niños muertos no vas a ser más humano.
La máquina se para. Descuelga lo que queda del hombre y se lo
pone a la espalda.
Ha tenido un instante de comprensión. Mira al hombre, escucha su
diatriba de humano. Recuerda los momentos precedentes. De un robot que hablaba
como él.
Aquella máquina en la casa del cráneo. Ese robot que le ayudará
a que el hombre le entienda. Ha hecho todo lo posible para parecerse a los
humanos. Adaptar su fisonomía a la suya, luego estudiar al hombre. Todo para
hacerse entender.
Para poder transmitir el mensaje…