Vinieron al principio de la primavera.
Dos hombres extraños.El más alto
tenía una corpulencia poco común, parecía un tanque humano. Rubio de bote, unos
30 años.
El otro era bastante
joven, 15 años. Alto, pero no le llegaba al otro en altura. Pelo castaño, amable
y divertido.
Dijeron que
venían a analizar las tierras secas de la Cañuja, pero lo que sorprendió a todo
el pueblo fue cuando dijeron de parte de quien venían.
El Juzgado.
Todo el mundo
sabía que donde el Juzgado pisaba no crecía la hierba. Era un turbio
conglomerado empresarial dedicado a ganar dinero por todos los medios posibles para
unos fines bastante traslúcidos.
Hace unos 8
años vinieron a Montes con la promesa de generar incontables puestos de trabajo
y dar prosperidad eterna al pueblo.
Compraron las
tierras más fértiles de la región y empezaron a explotarla sin demora.
Yo por aquel
entonces tenía pocos años y no era consciente del mal que había ensombrecido nuestro
pueblo.
En pocos
meses sacaron los mejores productos de la tierra. Legumbres, frutas y verduras
de una calidad nunca vista por aquella zona. Pero nada de eso se vio en los
mercados de la comarca, que se tenía que abastecer con productos importados de
peor calidad.
Progresivamente,
operarios de fuera fueron sustituyendo a las gentes del pueblo. Las promesas se
habían roto. Nos habíamos quedado sin tierras y sin empleos.
Con el paso
de los meses, la producción fue disminuyendo. Las tierras habían sido
salvajemente tratadas con procedimientos abusivos hasta tal punto que, sin
ninguna explicación, aquello se convirtió en lo más parecido a un desierto.
Un desierto
que se extendía por momentos, alargando su frío abrazo al resto de los terrenos
de toda la zona.
Una llamada
desde arriba, un día entero para recoger y todo el complejo agrícola
desapareció.
Algunos
decían que habían visto a vigilantes con armamento militar empaquetando
maquinaria de aspecto futurista, pero pocos lo creyeron.
El pueblo había
quedado desolado. Kilómetros cuadrados de polvo seco nos rodeaba. No teníamos
futuro.
La gente, ya
sin esperanzas, fue abandonando sus
hogares y se fue a la ciudad.
Mis padres se
fueron también, a la aventura. Yo me quedé con mis abuelos, en un vano intento
de ayudarles a recuperar el pequeño huerto que tenían.
Mi nombre es
Teodoro. ¿A quién se le ocurrió el ponerme el nombre del bisabuelo?
Mis estudios,
mejor no hablar de ellos. Si me hubiera ido con mis padres a la ciudad hubiera
tenido miles de colegios para elegir y en vez de eso me quedé en un pueblo con una
sola escuela a punto de desaparecer.
Pero de eso
ha pasado ya un año, y no recuerdo nada interesante de aquella época.
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