Los del
pueblo se estrujaron los sesos para resolver el problema que ponía en peligro
sus vidas, aunque yo sabía que lo iban a empeorar.
El antiguo
maestro de escuela, un profesor influyente venido a menos, conocía a una
persona que le había hablado de gente con poderes que iban por la capital como bienhechores
ayudando a la gente de otros poderosos, no tan buenazos.
Pues bien, decía
que estos tipos usaban una variedad infinita de habilidades, pero al final
siempre era el musculoso el que acababa con la amenaza.
Propuso que
se modificaran los tractores del pueblo y se hicieran una especie de
escavadoras ariete con las cuales aseguraba que vencerían a la montaña de
tierra. Pensaba que eran los “cacharros” instalados el otro día por el Juzgado los
que la generaban. Yo sabía que esa montaña tenía vida.
Así lo decidieron
y se tiraron todo el fin de semana construyendo esas “Derribadoras” que iban a salvar al
pueblo.
Yo intentaba
convencerles de que era absurdo todo eso y que no creía que fueran un peligro
las dos personas del Juzgado.
Pero como a
toda persona de mi edad, y de edad infantil o adolescente, no se me hizo ni el
más mínimo caso.
El domingo después
de la misa de la tarde, los dueños de las Derribadoras delante y las gentes del
pueblo detrás se acercaron a las tierras misteriosas.
Procedían a
entrar cuando la montaña, perdón, la misma Tierra se alzó con la forma de la pasada
vez y los conductores de las máquinas alteradas arremetieron contra ella (o él)
logrando derribarla, pero no vencerla.
Su forma
humana se disolvió estrellándose en el suelo y se pronto se convirtió en una
tormenta de arena. El ser pétreo era ahora un torbellino mortal que se metía en
la maquinaria e impedía que ésta se moviera. Todo el pueblo empezó a correr de
un lado para el otro aterrorizados. El caos se propagó al instante.
El suelo se
levantó ante mí y una voz tranquilizadora me dijo que calmara a las gentes.
Fui alzado
muy alto y, gritando, les conté a todos por qué estaba el nuevo Juzgado aquí y
lo que estaban haciendo.
Entonces pedí
a Terra, que así me enteré que el musculoso de tierra se llamaba, que abriera
las puertas del terreno para que todos vieran la maravilla de su interior.
Así lo hizo y
todo el pueblo, un poco asustado, entró y vio todo aquel paraíso de flores,
plantas, árboles y animales que existía donde antes solo había muerte.
Habían caído
en su gran error y, humillados, pidieron perdón a los dos hombres “especiales”
que habían recuperado la salud de la zona.
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